Señales
En la mañana, temprano, íbamos a realizar unas compras por
el centro.
Parado en la vereda, no recuerdo la calle, un joven, de
espalda a nosotros, observaba un tacho con basura.
Le digo, a quien me acompañaba, de la presencia de un
conocido de ambos y me dice que no es quien le digo.
La extraña vestimenta de aquel joven se quedó grabada en mi
memoria puesto era la primera vez que le veía.
Por la tarde noche fuimos a una carnicería por un poco de
carne picada para la comida del día siguiente y cuando me estaba por retirar
entra la misma persona que había visto en la mañana.
“Tengo diez pesos, ¿no saldrá un chorizo?”
El carnicero, sin ningún tipo de comentario, le complació.
En mi mente volvió a grabarse aquella particular vestimenta
y el rostro joven de quien la portaba. Era, para mí, un rostro nuevo en las
calles de la ciudad.
A la mañana siguiente abro, como siempre, el portón para el
ingreso de los de la mesa compartida y al hacerlo me encuentro con el mismo
joven sentado en el escalón del portal vecino.
Me mira mientras saborea la última pitada a un cigarrillo.
Me acerco hasta él.
Le saludo y el responde muy educadamente a mi saludo.
“¿No sale una colaboración?” me pregunta. Le explico que la
colaboración que puedo brindarle es un plato de comida a medio día.
Me mira, se sonríe y me dice: “Una buena polenta”.
Le cuento que tenemos un comedor y que si no es polenta
puede ser un guiso o unos fideos con tuco y que la comida depende de lo que las
señoras que vienen a cocinar hagan.
Le pregunto si es de la ciudad y le relato mi haberle visto
ayer.
“Vengo de estar preso en Maldonado y vine porque aquí vivía
mi abuelo pero ya falleció. Tengo un hermano que también está preso. De mi casa
me echaron por mis problemas con la bebida y con la droga. En la cárcel me
pesqué tuberculosis pero ya me dieron el alta y aquí estoy. ¿Usted vive aquí?”
Ante mi afirmativa me pregunta si soy sacerdote o pastor y
le explico mi condición.
En dos tragos liquida un poquito de vino que le quedaba en
una pequeña botellita que guarda cuidadosamente en su destrozado bolso.
Conversamos un poco más y le vuelvo a repetir mi invitación
para el medio día.
Se levanta y continúa su camino diciéndome que vendrá a
almorzar aunque luego no lo hace.
Hoy, en la mañana, venía de regreso a la parroquia y le veo,
a lo lejos, hurgando entre unas basuras dejadas junto al tronco de un árbol.
Recordé que, ayer, le hice guardar un algo de la comida por
si aparecía y fui a buscarla. Por más vueltas que di en las inmediaciones del
lugar donde le había visto no logré ubicarle y regresé con la comida a la
parroquia.
Asumí que mi proceder no había sido el correcto puesto que
debía haberme acercado hasta él y preguntado si deseaba un poco de guiso con
fideos calientes y no lo hice.
Lo que no puedo dejar de lado es su presencia por las calles
de la ciudad me está diciendo de la necesidad de hacer algo por él.
Son demasiadas coincidencias como para no tener en cuenta su
presencia.
Son demasiadas coincidencias como para que me resulte
indiferente.
Las cosas de Dios, muchas veces, suceden desde esas
“coincidencias” a las que debemos estar atentos.
Las cosas de Dios se manifiestan en las realidades que viven
los demás pero, fundamentalmente, los más necesitados.
Las cosas de Dios llegan hasta nosotros de manera simple y
cotidiana por ello, muchas veces, ni cuenta nos damos es Él que nos está dando
señales para que hagamos algo.
Nos regala señales a las que no podemos ser indiferentes ni
omisos.